Ramón llevaba una década afeitándose en “El Océano” una barbería de su coterráneo Antonio, otro gallego que hacía de la paella el tema de todas sus horas. Le agregaba una que otras veces el jerez y el jamón. Vamos que a Antonio lo que era la comida le venía como anillo al dedo para una conversación. Y no era que a Ramón le agradara mucho aquello, pero por costumbre y porque el viejo Antonio le recordaba a su padre, seguía yendo a esa barbería, a ese barrio.
La Habana de inicios de siglo no era muy distinta a la que dejaron atrás en el 1899. Más allá de dos o tres desfiles yanquis y una República, nada nuevo le había pasado a esa ciudad como para cambiar de rutinas. Ramón había llegado como otros emigrantes de España, con mucho de allá y poquísima fortuna aquí, eso sí, a diferencia de muchos naturales, él amaba el fútbol, en especial al Vigo, un equipo del que supo por los que se quedaron y todavía mandaban cartas. Y es que con excepción de algunos comercios, todos de ibéricos, en esta Isla no se hablaba de ese tema.
“A los cubanos deles ron y una rumba. Lo demás que les caiga del cielo o lo inventen”, se decía Ramón a tantos. Pero por esos días las cosas cambiarían, las cosas y Antonio. Desde 1911 la Isla conspiraba a favor del fútbol y este gallego que el mínimo gesto de ejercicio físico le agotaba, ya declaraba que en su barbería nadie hablaría de esas estupideces.
“Correr detrás de un balón, ¿usted le ve la gracia Ramón?”, le preguntaba al compatriota. Y este hacía mutis por no contrariar al barbero, que además mantenía la cuchilla siempre bien cerca de la garganta cuando le hacía esa pregunta. ¡Qué casualidad!
La ciudad cambiaba el ritmo de a poco, y si algo siempre le pareció atractivo al cubano fue hablar, de cualquier cosa. Por esos días no tardaron en llegar las anécdotas de aquel primer partido de fútbol entre el Hatuey y Roverts. Eran las ideas de los jóvenes españoles, luego se incorporarían muchos cubanos a esos equipos. Tanto se hablaba de fútbol que el interés por el precio del azúcar, el tabaco o el café pasaba a un segundo plano.
En su salsa estaba Ramón hasta que apareció aquel dichoso cartelito en la puerta del negocio de Antonio. “Joder, venir a ahora con esa historia”, solo dijo, dio media vuelta y regresó a su casa.
En este punto, el gallego decidió buscarse un nuevo barbero, ya había abandonado suficientes cosas, como para agregar una más. Adentro, en el salón, el viejo Antonio comentaba que este puto país tenía mucho de locos, que por ese paso, iban a ser más españoles que los propios españoles. Sabiduría callejera.
Ramón pensó en cuanto extrañaría la letanía diaria sobre la paella y el jerez del viejo, pero que lo mejor era afeitarse con el chino. Le quedaba más cerca de casa y del castellano, el chino no entendía mucho. “Del fútbol este seguramente no se queja”, y sonrió.
*Durante la segunda decena del siglo XX en La Habana, ante el auge futbolero, aparecieron algunos carteles en comercios que rezaban así: «Se prohíbe hablar de fútbol».